martes, 14 de abril de 2015

Stendhal- La cartuja de Parma. Traducción, introducción, y notas: Juan Díaz de Atauri



Aclamada unánimemente como una de las grandes novelas de todos los tiempos, La cartuja de Parma narra las aventuras del joven Fabricio del Dongo durante el apogeo de las campañas napoleónicas en Italia. Celos, amoríos e intrigas políticas recorren las páginas de esta gran obra en la que se perfilan algunos de los personajes femeninos más inolvidables de la literatura. Desde su publicación en 1839, la obra maestra de Stendhal ha suscitado la incondicional admiración de escritores de todos los tiempos, desde Balzac a Philip Roth.

   
Stendhal- La cartuja de Parma.
Traducción, introducción, y notas: Juan Díaz de Atauri
Introducción

A la edad de cincuenta y cinco años, entre el 4 de noviembre y el 25 de diciembre de 1838, en sólo cincuenta y dos días, como no deja de anotar ningún comentarista, Stendhal dicta a un secretario las quinientas páginas de La cartuja de Parma, su tercera novela acabada y su segunda obra maestra —en el tiempo—. Cada mañana lee la última página escrita el día anterior y luego dicta infatigablemente a lo largo de toda la jornada. Entre febrero y marzo de 1839 corrige las pruebas. El libro ve la luz a principios de abril. Sin llegar a ser clamorosa, la primera edición tuvo una acogida aceptable; a finales de 1840, estaba casi agotada. El 25 de septiembre de 1840, en su Revue Parisienne, Balzac publica un extenso artículo —setenta y dos páginas— dedicado al análisis encomiástico de la novela. Tras distinguir la duplicidad entre Literatura de imágenes y Literatura de ideas (una literatura, la primera, en la que dominaría la utilización del lenguaje antes que la información, y otra, la de ideas, en la que lo esencial sería lo significado, lo expresado mediante el lenguaje[1]), dice, entre otras muchas cosas, que La cartuja es la obra maestra contemporánea de la literatura de ideas; que en el libro de Stendhal lo sublime estalla capítulo a capítulo; que se trata de una obra que sólo apreciarán los espíritus verdaderamente superiores; califica la novela de Príncipe moderno; se pregunta por qué un hombre que demuestra tan altísima capacidad es tan sólo cónsul en Civitavecchia, cuando debería ser embajador en Roma… Por otra parte, no deja de hacerle algún reproche. Respecto a la disposición de los materiales, considera que toda la parte inicial dedicada a la escapada de Fabricio a la guerra se alarga demasiado y rompe la unidad con la trama general, la de la corte de Parma, y que, del mismo modo, la novela queda estrangulada al final, que el corte resolutivo es muy brusco y que muy bien podría ser el arranque de otra novela frustrada. También hace algún reproche al estilo: la reiteración de algunas fórmulas y palabras y algunas deficiencias sintácticas, que justifica, no obstante, por la robustez del pensamiento, por la fuerza del contenido. Cuando Stendhal recibe la revista en Civitavecchia, donde desempeñaba la función de cónsul, experimenta la mayor alegría de su carrera literaria. Contesta a Balzac con una carta que requiere tres borradores, que se conozcan. De alguna de las críticas que le hace Balzac ya era consciente. Desde noviembre de 1839 había empezado a corregir la escritura sobre un ejemplar impreso de la novela; cuando recibe el artículo, intenta acortar el arranque de la novela y rehacer los primeros capítulos en orden a anunciar los distintos personajes y desarrollar «más convenientemente» el personaje de Clelia (el abrupto final de la novela se lo había impuesto el editor por razones comerciales). Hasta el fin de sus días, no dejó de corregir la novela sobre ejemplares de la primera edición. No es fácil conjeturar si una segunda edición de su mano hubiera mejorado La cartuja de Parma que conocemos, una de cuyas virtudes geniales —quizá la que comprenda todas las demás— es la condición de chorro incontenible de vida, mucho más evidente que en Rojo y Negro y que en todas sus demás novelas. Stendhal no fue un escritor precoz y, desde luego, fue un novelista tardío. Publica su primer libro, Cartas sobre Haydn, Mozart y Metastasio (1814), a los treinta y dos años, con el seudónimo de Bombet, y cuando publica su primera novela Armancia (1827) tiene cuarenta y cuatro años. La escritura, que fue para él una dedicación plena e intensa, ocupó, pues, la tercera etapa de su vida. Recordemos, aquí, algunos de los datos más significativos de tales etapas.
Había nacido en Grenoble, en 1783; su verdadero nombre fue el de Henri Beyle. Su familia pertenecía a la vieja burguesía local. Cuando estalló la revolución, su padre, Chérubin Beyle, abogado en el Parlamento del Delfinado, adoptó el partido de los aristócratas. Tras la muerte de su madre, Henriette Gagnon, ocurrida pocos meses después, Stendhal concibió un odio minucioso y definitivo por su padre —a quien juzgó responsable de aquella muerte— y se sintió estrechamente unido a su abuelo materno, el doctor Gagnon, admirador de Voltaire y muy considerado en su ciudad, que se ocupó de su educación. Hasta los diecisiete años vivió en Grenoble. Su infancia fue solitaria. En Vida de Henri Brulard, confiesa que nunca tuvo una peonza y que miraba con envidia a los otros niños desde su ventana. De todo ello se resarcía leyendo apasionadamente el Quijote, que le hacía reír a carcajadas.
De su familia le quedó el sentimiento del honor y el orgullo, la consideración del dinero como algo despreciable, aunque nunca dejara de valorarlo como instrumento que le permitiera ese mismo desprecio, y un espíritu aristocrático en los gustos personales y en la autoestima que será definitivo en su vida y en su concepción del mundo. En el plano de las ideas, el joven Beyle se situó al lado de la república frente a su familia decididamente monárquica.
En esos años estudió, primero con un preceptor, el abate Raillane, a quien odió tan concienzudamente como a su padre, y luego en la École Centrale. Destacó en matemáticas y quiso ingresar en la École Polytechnique de París, adonde se trasladó en noviembre de 1799, aunque no se presentó al examen.
En París, a partir del golpe del 18 Brumario de Napoleón Bonaparte, Beyle vivió una segunda etapa de su vida. Su pariente Daru lo empleó en el Ministerio de la Guerra. Asistió, como subteniente, a la campaña de Italia, país del que quedó prendado para siempre. Durante dos años fue intensamente feliz, se enamoró, fue ayudante de campo del teniente general Michaud, intervino en un duelo, fue asiduo de la vida brillante de Milán. A los dos años abandonó el ejército, cansado de la vida militar. De nuevo en París, tras un intento fallido de dedicarse al teatro y, luego, al comercio, volvió a ingresar en la administración militar, donde llegó a ser un alto funcionario, muy dotado, prestigiado y eficaz (campaña de Austria, Rusia, Lutzen…), fue auditeur au Conseil d’État y, más tarde, Inspecteur du mobilier et des bâtiments de la Couronne. Durante estos años se convirtió en un brillante hombre de mundo, que frecuentaba los cafés, la ópera; tuvo distintas amantes; viajó.
La caída de Napoleón supuso el cese de Henri Beyle; inició, entonces, una carrera de hombre de letras: Cartas sobre Haydn, Mozart y Metastasio (1814); Historia de la pintura en Italia (1817); Roma, Nápoles y Florencia (también de 1817 y su primera obra firmada como Stendhal). Acusado de espionaje, fue expulsado de Milán por el gobierno austriaco en 1821; volvió a París; viajó otra vez a Italia, a Inglaterra, a España; escribió Del Amor (1822); Racine y Shakespeare (1823); Vida de Rossini (su primer éxito, también en 1823); Armancia (1827); Paseos en Roma y Vanina Vanini (ambos en 1829). En 1830, el año de la Revolución de Julio, publicó Rojo y Negro (Crónica del siglo XIX) y ese mismo año, gracias a la intervención de sus amigos liberales, fue nombrado cónsul en Trieste, pero Metternich, irritado por la lectura de Roma, Nápoles y Florencia, le negó el exequátur, finalmente fue nombrado cónsul en Civitavecchia. Entre esta fecha y 1838, en que escribió La cartuja de Parma, sólo publicó Memorias de un turista (1838), pero escribió Recuerdos de egotismo (en 1832); empezó Una posición social, en 1832; Luden Leuwen —varias veces, en 1834 la primera de ellas—; Vida de Henri Brulard, en 1835; Recuerdos sobre Napoleón, en 1836; El Rosa y el Verde, en 1837. Tras la publicación de La cartuja de Parma publica, enseguida, también en 1839, Crónicas italianas; con Lamiel, empezada en 1840, intenta escribir la versión femenina de Julián Sorel. El 15 de marzo de 1841 padece un primer ataque de apoplejía y regresa a París, donde, un año después, el 22 de marzo, le sobreviene un segundo ataque en la calle y muere a tas pocas horas, a las dos de la madrugada del día 23. En 1821 (en una necrológica escrita por él mismo) había redactado su epitafio, cuyos segundo y tercer renglón se copiaron en su tumba en el cementerio de Montmartre (rond-point de la Croix, 4ème ligne, n.° 11): «Qui giace / Arrigo Beyle Milanese, / Visse, scrisse, amo / Se n’andiede di anni… / Nell 18… / Il aima Cimarosa, Shakespeare, Mozart, Le Corrège. Il aima passionnément V… M… A… Ange, M… C…, et quoiqu’il ne fût rien moins que beau, il fut aimé beaucoup de quatre ou cinq de ces lettres initiales. / Il respecta un seul homme: NAPOLÉON»[2].
Como cabe deducir de este apretado resumen de su vida, amó el éxito y el placer y, cuando tuvo ocasión de mostrar y ejercer su talento en la Administración Pública y en el gran mundo, halló en el éxito y en el placer un modo de desarrollar brillantemente su condición singular. La definitiva caída del Emperador lo apartó de aquel mundo; plasmó entonces en las letras su conciencia de la propia diferencia; la incomodidad que le causaba el tiempo en que le había tocado vivir se proyectó primero en sus trabajos sobre música y pintura, sobre Italia y sobre el amor. Más adelante, ya metido en la cuarentena, cuando le apremió la necesidad de examinar la propia existencia y el mundo en que vivía, optó por tratar de dar cuenta de todo ello de un modo artístico, con la novela.
Julián Sorel, el protagonista de Rojo y Negro —probablemente el personaje más sólido de la novelística stendhaliana, como suele reconocerse—, sólo es imaginable en la Restauración; toda la riqueza y complejidad del personaje llega al lector como un producto de su tiempo; con ello Stendhal no sólo se adelantaba —como él mismo proclamaría— cien años a la comprensión de los lectores sino que además efectúa el más implacable ajuste de cuentas con el momento histórico que le ha tocado vivir, aunque no pretenda analizar ese momento, aunque no se plantee un estudio del devenir social y sus causas, sino tan sólo el análisis de un corazón humano.
Del mismo modo, su adscripción al republicanismo y a la democracia no era resultado de una crítica rigurosa del antiguo régimen y del significado histórico y social de la aristocracia, sino una autoafirmación racionalista. Tal lucidez individualista estaba más cerca, en cierto modo, de un talante aristocrático que de la sensibilidad de la burguesía ascendente. Su sentido de la felicidad se ciñe al mundo del espíritu, al arte, a la pasión, a la gloria personal; su realización no deja de implicar ciertas contradicciones con el sentido de la felicidad que había inspirado la Revolución. «Conviene recordar qué entienden los liberales por virtuoso: esto es, el que se esfuerza por conseguir la felicidad para la mayoría. Al conde eso le parecía una simpleza», puede leerse en el capítulo 16 de La cartuja, y, evidentemente, ese juicio del conde es el juicio de Beyle. La nueva burguesía, y el ordenamiento político que genera, le inspira igualmente serias prevenciones: «En América, en la república, tienes que pasarte el día adulando en serio a mediocres tenderos para convertirte en un tonto como ellos, y allí no hay ópera», dice en el capítulo 24 de la misma novela la voz de un narrador que no se distingue en ningún momento de la del autor. La clase obrera, los campesinos, la clase media baja no aparecen en sus novelas, salvo como oscura comparsa. En Henri Brulard, confiesa: «Aborrezco la chusma —la “canaille”— (para tener trato con ella) al tiempo que, con el nombre de pueblo, deseo apasionadamente su felicidad, que sólo se le puede procurar, en mi opinión, haciéndole preguntas sobre lo importante. Es decir, convocándola a que se nombre diputados». Y, pese a la mención a Napoleón en su epitafio, detestó la tiranía del Emperador que robaba la libertad a Francia. Con su ironía inimitable llegó a decir: «En 1807, yo deseé apasionadamente que no conquistara Inglaterra. ¿Dónde íbamos a refugiarnos, entonces?».
Tal es la compleja persona de Henry Beyle-Stendhal, que, tras haber tenido la idea dos meses antes, se encierra a escribir La cartuja de Parma. Aquellas portentosas cincuenta y dos jornadas de creación de la novela estuvieron enmarcadas en unas vacaciones de tres años. El cónsul francés en Civitavecchia se aburría mortalmente en la provincia italiana, pese a la cercanía de Roma, pese al trato agradable de algunas amistades. El aburrimiento le impedía que fructificara la escritura. En 1836 había conseguido de su protector, el ministro Molé, un permiso especial por motivos de salud, con la mitad del sueldo, que consiguió alargar hasta 1839. Aprovechó bien esos tres años, además de escribir las Memorias de un turista, las Crónicas italianas y La cartuja, viajó, frecuentó el Café Anglais, asistió al teatro, acudió a los salones, el de la condesa de Montijo, entre otros… y vivió, sobre todo en la escritura de una obra maestra: no tuvo que inventar el esquema argumental de la novela; siguió, como se sabe, el esqueleto de un viejo relato italiano, Origine delle grandezze della famiglia Farnese, que forma parte de una colección de manuscritos antiguos, cuyas copias había venido reuniendo desde 1833. Aunque más que guión, se trata de un hilo descarnado. Los eruditos han aclarado sus claves y correspondencias: Fabricio del Dongo es Alejandro Farnesio; Gina es Vandozza; Mosca, Rodrigo; la fortaleza, el castillo de Sant’Angelo; etcétera. Han encontrado asimismo otras fuentes para personajes como Ferrante Pallavicino; para episodios enteros —tal la prisión de Fabricio (en Mis prisiones, de Silvio Pellico o en la Vida de Benvenuto Cellini)—; para la ciudad de Parma, en Módena… Otros estudiosos han visto en los personajes referencias autobiográficas y, así, en Gina del Dongo se ha pretendido ver a alguna de las mujeres que amó, como Angela Pietragua o Mathilde Dembowski (Métilde); en el conde Mosca a Metternich… Refiriéndose a las fuentes de sus personajes, en uno de los borradores de la ya mencionada carta a Balzac, dice el propio Stendhal que el personaje de la duquesa Sanseverina está inspirado en el efecto que le produce la pintura de Correggio. Quizá, con ello, Stendhal estaba haciendo una referencia al procedimiento retórico —él, que tan enemigo era de la retórica— de la fusión de percepciones (el color, la composición, etcétera, de un cuadro, percibidos como un modo de ser, como un carácter), aplicado al proceso de invención artística, adelantándose así a un procedimiento que„ desde los simbolistas, tendría tanto éxito en el siglo XX.
En una cosa están de acuerdo, al final, todos los comentaristas, y es que tanto la novela como los personajes son producto de una vida: los personajes son Stendhal, la historia que narra, larga e intrincada, es Stendhal. Y siendo Stendhal, es una novela compleja; es, como dice Italo Calvino en Por qué leer los clásicos (Tusquets, 1992), muchas novelas: es una novela de formación, si consideramos que trata del aprendizaje y desarrollo de Fabricio; es una novela de capa y espada en los episodios de Giletti o en el episodio, llamémoslo lateral, de Fausta; es, sobre todo, una novela de amor que relata los amores y amoríos de Fabricio del Dongo, de Gina Valserra, del conde Mosca, de Clelia Conti, de Ferrante Pallavicino, de Fausta, de Marieta… y sus cruces y entrelazamientos; es una novela histórica —en el mejor aspecto del subgénero, el que comprende más los efectos de los acontecimientos que los acontecimientos mismos—, si consideramos el relato de la entrada de los franceses como liberadores en Milán, o el genial relato de la batalla de Waterloo, o la presentación de una corte del tiempo de la Restauración, con su ambiente pacato y temeroso, sus conspiraciones e intrigas; es una novela psicológica en su estudio del corazón de Fabricio o del, más complejo y quizá más interesante, de la duquesa Sanseverina. La de La cartuja es la pluralidad de las grandes novelas, la pluralidad del Quijote —una de las primeras lecturas de Beyle y patrón del género—. Si la novela es un espejo colocado en el camino, según la definición del propio Stendhal, lo que se verá en el espejo —la emoción que deberá transmitir— será múltiple porque lo que pasa en los caminos es complejo y plural.
En el genio de Stendhal está la creación de unas líneas de fuerza que arman el libro, que le dan una firme coherencia, pese a —permítaseme— la objeción de Balzac. Veamos algunas. En el relato de Waterloo se presenta, probablemente por primera vez en la historia de la novela, como dice Calvino, la verdad de una batalla; y esa verdad aparece en lo accidental, en la humedad y el barro o en la suciedad de los pies de un soldado muerto, detalles de ambiente que dan cuenta de lo fundamental, la crueldad de la guerra, por ejemplo, mucho más eficazmente que si hubiera tratado de contarlo directamente; otras veces describe minuciosamente algún pormenor, como el del efecto de las balas en los surcos de los sembrados, que remite a la imaginación de los cañones y su devastadora fuerza sin enunciarlos; en ocasiones, se fija en algún elemento aislado singularmente conmovedor, en el caballo reventado que enreda las patas en los propios intestinos, por ejemplo. Técnicas narrativas utilizadas con dominio magistral y que adaptará el cine un siglo largo más tarde (piénsese, por ejemplo, en la genial utilización del primer plano para contar una batalla en Campanadas a medianoche de Orson Welles). Pero en los cuatro capítulos dedicados a la aventura bélica de Fabricio, además de contarnos con prodigiosa habilidad la guerra, arrebatando ya nuestra atención hasta el final[3] de la novela (y cuya supresión en una hipotética segunda edición hubiera supuesto una pérdida sustancial para la historia de la novela), además —decía— en estos capítulos esenciales se gesta una de las ideas-fuerza de la novela. En la psicología de Fabricio se genera un mecanismo de doble sospecha: sobre la realidad, por un lado, y sobre su relación con ella, por otro: «Le quedó el interrogante de si había sido una verdadera batalla todo aquello que había presenciado, y, en segundo lugar, si había sido la batalla de Waterloo» (capítulo 5). Tal aprensión será uno de los rasgos de su personalidad que lo ligarán a su tía. La duquesa lo amará, también, por ese escrúpulo de conciencia, que comparará con la petulancia que esa misma vicisitud habría suscitado en cualquier otro adolescente (y el amor de su tía será, asimismo, uno de los mecanismos esenciales de la invención narrativa, de la generación de nuevos sucesos). Fabricio hará extensiva esa tendencia a sospechar de sí mismo al sentimiento amoroso, y ello se convertirá en la razón de ser de todas sus relaciones con las mujeres, lo que, directa e indirectamente, es el acicate para nuevos episodios hasta el final de la novela.
Ese talante coherente de Fabricio, esa persistencia en la búsqueda, lo constituye como un héroe unitario, compacto, por muy dispersa que sea la peripecia de su vida; y esa unidad se da también en los demás personajes. La duquesa Sanseverina, capaz de provocar un amor tan denso y maduro como el del conde Mosca, es un ser tan adorable como perverso, de una perversidad absoluta, por ocasional que sea y por mucho que el lector, como todos cuantos la rodean en la ficción, también se enamore de ella por obra de la maestría de la narración. Su encanto, su belleza, su inteligencia hacen gravitar en su derredor a los hombres más interesantes de la corte, como el príncipe, un pequeño déspota, aterrorizado por las consecuencias de su propio despotismo, o a Ferrante Pallavicino, el poeta tan sublime en su arte como en su locura revolucionaria. Una línea rigurosa define a este personaje: su omnipotencia procedente de su capacidad de seducción y su inquebrantable voluntad.
El conde Mosca (el balzaquiano príncipe moderno) es el único personaje disociado y complicado en su doble vocación. Vocación de poder, que ejerce con más sabiduría que nadie en la corte y, por ello mismo, con un distanciamiento rayano en el cinismo; y vocación al amor, absoluto, total, maduro, amor-pasión, que, en ocasiones, hace tambalear su clarividencia. En este caso es la dualidad la que presta al personaje una linealidad que, naturalmente, no es como la de los demás personajes, más resultado de la trabazón de pulsiones contrarias que de una única tensión.
Una dualidad semejante se instituye también como otra línea de fuerza, ahora temática; me refiero al amor, uno de los factores centrales de la novela. Del mismo modo que en Del Amor Stendhal encama dos concepciones distintas de ese sentimiento, el amor-pasión y el amor como tensión al placer físico, en dos personajes, en La cartuja, a lo largo de buena parte de la novela, Fabricio encama el amor que se realiza en el placer, mientras que el conde encama el amor-pasión; y, aun así, hay algo en común en ambos personajes (y también en una semejanza convergen sus vidas), como si la novela presentara desdoblado en dos personajes a un solo hombre, en su juventud, Fabricio, y en su madurez, el conde. Otros personajes enamorados figuran otros matices del amor: Ferrante Pallavicino, el amor absolutamente entregado, que no pide nada, casi platónico; los príncipes (padre e hijo), el amor de quienes creen poder conseguirlo por el poder que ejercen, etcétera.
Lo dual (la duplicidad, si se prefiere) afecta también a la estructura de la novela, a la organización del argumento y del sentido, de un modo que se podría denominar irónico, si se considera que lo que los personajes pretenden suele tener un efecto absolutamente contrario al pretendido, como cuando, por ejemplo, la duquesa quiere favorecer a Fabricio sacándole de la cárcel y lo hace sumamente desgraciado. Otras veces la ironía adquiere el matiz (regocijante) del doble sentido de las situaciones, como cuando Fabricio se siente feliz en la cárcel y se pregunta si su alma no será la de un héroe clásico; o cuando se convierte en predicador de fama y excita teatralmente la piedad de sus feligreses, siendo la piedad, para él, sólo un artilugio para poder ver a Clelia.
Hasta aquí he esbozado algunos (muy pocos; no es éste el lugar de un estudio, sino simplemente de una invitación a la lectura) de los rasgos del argumento y del sentido de la novela que la hacen genial, mencionaré ya sólo uno más, el último y probablemente el más importante, por ser el más artístico. En una página de uno de los ejemplares de la primera edición el propio Stendhal, probablemente, anotó: «Improvisaba al dictar; nunca sabía, cuando dictaba un capítulo, qué iba a pasar en el siguiente». Seguramente ése es, para nosotros, lectores, el rasgo más determinante, porque una novela es una inmersión gozosa en otras vidas, en otros mundos, un enajenarse en el pasado, entrar en el alma de hombres y mujeres fascinantes, sumergirse en acontecimientos ajenos, ir de sorpresa en sorpresa. Que, en el momento de la escritura, la invención de acontecimientos fuera algo determinante como revelan las palabras de Stendhal (fechadas el 4 de noviembre de 1840, es decir pocos meses después de la publicación de la novela y probablemente como dato para la carta a Balzac), asegura el encuentro de la invención en la lectura: la ansiedad del lector por saber qué va a pasar —como en la novela de folletón— coincide con la probable ansiedad del escritor.
Para esta traducción he seguido la cuidadísima y definitiva edición de Henri Martineau (Éditions Gallimard, 1948). En relación con el tan cacareado descuido de Stendhal, no me he ocupado, en lo más mínimo, de reproducirlo en castellano. Semejante pretensión de mi mano hubiera traicionado con toda seguridad el estilo del autor, que he tratado de respetar en el modo en que se puede respetar —a mi juicio— en una traducción; esto es, siendo lo más fiel que he podido al significado de cada frase, al significado de cada palabra; pero, necesariamente, las lenguas son distintas. He respetado alguna de las reiteraciones, como la del adjetivo «singular» —especialmente caro a Stendhal—, cuya frecuencia se convierte en significativa, carácter que he pretendido conservar en la traducción.
Diré por último que una traducción es una lectura múltiple de un libro y que, en los grandes libros, cada lectura es un libro nuevo; no me queda, pues, más que agradecer al destino haber vuelto a leer varias veces uno de los libros que me abrieron los ojos a la literatura (y a la vida) en mis remotísimos dieciséis años y haber encontrado, en cada ocasión, nuevas cosas, nuevos incentivos a la felicidad.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

LOS PLACERES DE LA LITERATURA LATINA PIERRE GRIMAL FRAGMENTO

 CAPÍTULO I La primera poesía La literatura latina comenzó con la poesía, que debutó al mismo tiempo que la epopeya y el teatro. Hay múltipl...

Páginas